Una antología de Valdemar (III)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Felices pesadillas
(viene del asiento del 28 de noviembre de 2017)
Uno de los grandes placeres de mi experiencia entre líneas fue leer, a excepción de una o dos, todas las selecciones de cuentos del gran Guy de Maupassant que Esther Benítez tradujo y compiló para Alianza Editorial. Sin embargo, Junto a un muerto, la pieza del maestro del naturalismo traída a Felices pesadillas me era desconocida. Su asunto, claramente surgido de la admiración que Maupassant sintió por Schopenhauer, ronda el miedo, pero acaba decantándose por el humor. El narrador coincide en un rincón del Mediterráneo francés con un alemán tísico, ya consumido por la enfermedad, que gusta ponerse en un banco al sol, frente al hotel que los alberga a los dos. Cuando entablan conversación, a cuenta de un volumen de Schopenhauer, anotado de su puño y letra por el autor, el alemán refiere al narrador cómo conoció al filósofo hasta en su muerte, y en su velatorio seguía dándoles miedo su sonrisa. Esa sonrisa, que hacía que quienes conocían a Schopenhauer creyeran haber pasado una hora junto al diablo.
Ya cadáver, mientras nuestro alemán y otro discípulo velan los restos del autor de El mundo como voluntad y representación (1819) en la habitación contigua, escuchan un ruido que les hace sobresaltarse. Al punto se acercan al lecho y ven algo que sale de la boca del filósofo y tras rodar sobre la cama cae al suelo. Cuando se acercan a comprobar de qué se trata con el natural espanto, descubren que no es otra cosa que la dentadura postiza, a la que "la labor de descomposición, al aflojar las mandíbulas", había hecho saltar de la boca.
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La prohibición de experimentar con cadáveres que obró sobre los docentes y estudiantes de anatomía hasta 1832, cuando se promulgó en el Reino Unido la primera ley que posibilitó un mayor número de muertos para la ciencia médica, hizo que se pusieran muros a los cementerios para dificultar la tarea de los ladrones de cadáveres. De bien poco sirvieron los cercados ante los asesinos que lo fueron para abastecer a las aulas. Los irlandeses William Burke y William Hare, que en la Edimburgo de 1827 fueron los más sonados de entre estos criminales, han inspirado mucha literatura. Más aún, puede decirse que sus crímenes son el pórtico a todo un subgénero del cuento y el cine de miedo. El principal cliente de Burke y Hare fue el anatomista Robert Knox, a quien Robert L. Stevenson se refiere en el Ladrón de cadáveres (1834) como el señor K. No cabe duda la pieza en cuestión es una de las mejores de toda la selección y a buen seguro que igualmente es la obra maestra de ese subgénero de los resurrectores, que también se llamaba a los ladrones de muertos que se convertían en asesinos de los vivos cuando no había cadáveres que aportar a la ciencia.
Hare se salvó acusando de todo a Burke, quien después de ser ahorcado fue diseccionado en la misma escuela de anatomía de la que fuese proveedor. Knox no fue acusado porque Hare, en su confesión aseguro que el doctor no sabía nada acerca del origen de los muertos que compraba. Pero nadie se lo creyó. De modo que se vio obligado a cambiar de ciudad para empezar una nueva vida. También volvió a recurrir para sus prácticas a los servicios de los ladrones de cuerpos.
El gran Stevenson nos refiere su historia tangencialmente, en una conversación de taberna a cuenta de dos antiguos discípulos del señor K, Fettes y Macfarlane, viejos camaradas en sus días de estudiantes a quienes Fettes, les confió la recepción de los fiambres como "adjuntos" del aula. Semejante responsabilidad creó tal cargo de conciencia en Fettes que, al cabo de muchos años, cuando los dos médicos vuelven a encontrarse, aún le abruma. Entre los recuerdos más sombríos de aquellas noches destaca el de cierta ocasión en que fueron a robar el cadáver de la mujer de un granjero a un cementerio rural. Metida en una lluvia incesante, la noche era tan intempestiva como requería la situación. Para acabar lo antes posible, deciden cavar atropelladamente y acaban realizando la exhumación a oscuras.
Ya de vuelta a la ciudad, cuando el saco con el cadáver comienza a moverse en el calesín y golpea a los estudiantes, su contenido les resulta mayor de lo que debería ser. Como se mueve demasiado deciden detener la marcha para atarlo mejor. Encienden una luz, el caballo se desboca, sale al galope y resulta que lo que han robado no es el cadáver de la granjera, sino de su marido, que ya había pasado por la mesa de disección del aula del señor K. Propuesta racional como pocas -no hay más explicación que aquella de que con las prisas, los ladrones se han confundido-, el final de El ladrón de cadáveres rezuma a la vez tanta inquietud que me lleva a pensar en esa venganza de los muertos sobre quienes se ensañaron con sus restos, a la que apunta Claude Vignon en Los muertos se vengan.
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Si Porque la sangre es vida (1905) de Francis Marion Crawford fuera una película en lugar de uno de los relatos de vampiras más afamados, su plano de apertura estaría tomado con un teleobjetivo, y focalizado por el narrador -cabe suponer que el propio autor- y un tal Holger, un amigo que lo visita en su retiro de Calabria. Desde el viejo torreón donde acaban de cenar, se aprecia a cierta distancia -de ahí lo del teleobjetivo- una suerte de montículo que, a la luz de la Luna, se asemeja a una tumba. Pero lo más curioso de la ilusión es que el cadáver parece yacer sobre el sepulcro, que no dentro. Naturalmente, el efecto tiene trazas de ser real y entraña una historia, que el narrador no tarda en contar a Holder y con él a nosotros. Estamos ante otra muerta enamorada.
Todo estaba dispuesto para que Ángelo, el heredero de un rico lugareño, Alario, contrajese matrimonio con la hija de la mayor fortuna de Maratea, la localidad en concreto donde está ambientada la narración. Pero Alario fue víctima de un robo en su lecho de muerte por parte de unos albañiles, que estaban reformando su casa, y su hijo se quedó sin nada. Roto el compromiso matrimonial y en la ruina, Ángelo se sume en un abatimiento del que va a sacarle el vampiro de Cristina, a la que el narrador se refiere como "La cosa" ya que es aquélla que parece yacer sobre el montículo que parece una tumba. La joven era una gitana del lugar, secretamente enamorada de Ángelo, que descubrió a los ladrones de su padre mientras enterraban su botín. Estos le dieron muerte y la enterraron en el mismo agujero que lo robado.
Ya no muerta, Cristina comenzó a visitar a Ángelo para sangrarle. Para él las succiones de ella son transportes, una experiencia onírica. En uno de ellos, Antonio, el responsable del cuidado de la torre desde donde nuestros protagonistas observan el misterioso montículo, es testigo de todo. Al día siguiente, pone al cura al corriente de la situación. Al hacerlo, pronuncia la frase que dará título a la pieza: "He visto cómo los muertos beben la sangre de los vivos y la sangre es vida". Será Antonio quien clave al vampiro de Cristina la clásica estaca. Pero todo parece indicar que ni por esas muere.
La última noticia que se nos da de Ángelo lo sitúa en Sudamérica, tras haber recuperado la fortuna que le robaron a su padre. Es de suponer que después de que la Cristina no muerta le dijese donde se encontraba.
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John Barrington Cowles de Arthur Conan Doyle conoció su primera edición en Cassell's Saturday Journal entre el 12 y el 19 de abril de 1884. Aunque por su título, un nombre masculino, no lo parezca, esta pieza, otra de las más sobresalientes del libro, versa sobre una mujer fatal: Kate Nothcott. Cowles es un amigo del narrador Robert Armitage y la última víctima de la dama en cuestión. Como no podía ser de otra manera, estamos ante una de las mujeres más fascinantes de su tiempo, la primavera de 1879. Apenas se la presentan, Cowles, uno de los jóvenes más brillantes de entre los estudiantes de aquel curso, cae prendidamente enamorado de ella. Pero en Kate hay algo de Cristina, esa hermosa loba blanca de la que nos habla Frederick Marryat -a quien Doyle, para mi sorpresa cita textualmente (pág. 515)- que hace que un par de hombres que se hayan prometido a ella se suiciden antes del casamiento. Esa será la suerte del joven Cowles quien, tras descubrir el horror que entraña Kate -lo que a nosotros no se nos cuenta- tras cancelar la boda y pasar un tiempo errático alejado de su ex, decide arrojarse al vacío desde unos acantilados.
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M. R. James fue un maestro del cuento de fantasmas, pero El grabado, su feliz pesadilla de esta espléndida antología de Valdemar, no lo es en modo alguno. Lo que su asunto nos refiere es la experiencia del señor Williams, responsable de la colección de grabados de la biblioteca del Canterbury College, tras adquirid uno que muestra una casa de campo inglesa, de algún lugar del condado de Essex. Ya con la obra en su poder, Williams observa cómo una figura humana entra en la escena mostrada y parece avanzar hacia la vivienda.
En efecto, a la mañana siguiente, la figura ha entrado en la casa por una ventana. Tras identificar el edificio como Anningley Hall, el decano, un tal Green, que está al cabo de cuanto concierne al pasado del condado, cuenta la historia de la casa. La mansión, que se alza al lado del cementerio, fue la vivienda de la familia Francis, cuyo patriarca había declarado la guerra sin cuartel a los cazadores furtivos. Uno de ellos, un tal Gawdy, fue a la horca tras matar a uno de los guardas que fueron a detenerle. El hijo de Francis desapareció misteriosamente de Anningley Hall y nunca más se supo de él. El planteamiento sugiere que la figura que el observador del grabado ve avanzar por la escena del cuadro, hasta entrar en la casa, es una representación de Gawdy llevándose al niño.
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Una obra maestra de la talla de La pata de mono de William Wymark Jacobs, donde el espanto funciona con una exactitud que yo -evocando el término que Pablo Neruda acuñó para referirse al racionalismo con el que Poe construye sus horrores- me permitiré calificar de "matemática tiniebla" no podía faltar en Felices pesadillas. Siendo el caso que ya di cuenta de esta y el resto de las piezas Jacos reunidas en torno a La pata en una entrada anterior de esta misma bitácora, remito al lector a dichas notas.
Me da la impresión de que El horror en la escalera y otros cuentos fantásticos, que llegó a las librerías en 2005, es uno de los pocos libros del inglés Arthur Quiller-Couch que, hoy por hoy, ofrece al lector el mercado editorial español. De aquella selección, aún por publicar en 2004, cuando vio la luz Felices pesadillas, extrajeron sus editores Intercambio mutuo, sociedad limitada. Más que un cuento de miedo se trata de un cuento fantástico, de esos que hacían felices a Borges, que -tan anglófilo como era- seguro que tenía en Quiller-Couch a uno de sus favoritos.
En cualquier caso, la pieza versa sobre un intercambio de personalidad, el producido entre el señor Markham, un millonario, y Dick Rendal, en oficial que se tira al agua para salvarle cuando el financiero se cae por la borda del transatlántico en el que ambos viajan. Como al parecer es frecuente en estos casos, el caído al agua se agarra a su salvador con tanta fuerza que están a punto de hundirse los dos. Es entonces cuando sus personalidades se intercambian.
Ya en Londres, a Markham no le reconocen en casa de Rendal y a éste le expulsan del club de aquél por el mismo motivo. Con todo, hay algo que les lleva a los dos a las aguas del Támesis, a las que, sin saber muy bien por qué, se arrojan en un forcejeo como el que les unió cuando Rendal salvó a Markham. Ahora sí, cuando al cabo vuelven a sacarles a los dos del agua, Markham agradece a Rendal el haberle salvado la vida como si hubieran acabado de salir de las aguas del Atlántico.
(continúa en el asiento del 19 de enero de 2018)
Publicado el 21 de diciembre de 2017 a las 12:15.